Sonic Youth es calle

Kool Thing

Acababa de almorzar y me encontré con los Sonic Youth en el jirón Quilca. Conversamos y nos fuimos a comprar discos de vinilo. ¿No me crees? Piña, pues. Yo todavía me acuerdo.

Escribe: Fidel Gutiérrez M.

El gringo no dejaba de tomar fotos. Parecía hipnotizado por las portadas descoloridas de los DVD pirata ofrecidos en la puerta de uno de esos tantos puestos especializados en todo que subsisten en la cuadra dos del jirón Quilca; el foco (contra)cultural del centro de Lima.

El gringo escudriñaba también los estantes de libros y yo lo miraba a él desde la acera del frente. Retornaba raudo a mi trabajo tras disfrutar de un nutritivo menú en un restaurante ubicado un poco más allá, cuando la visión de este personaje con facha de añejo mochilero achibolado aletargó mi paso. “Este pata se parece mucho al de Sonic Youth”, pensaba, mientras me acercaba. La conchudez –por las puras uno no es periodista– le metió un codazo a la vergüenza y aceleró las cosas. “¿Thurston?”, le dije, acercándome. “¿Thurston Moore?”. “Yeah, right. How are you?”, me contestó, dándome la mano. Por suerte mi mandíbula se despegó rápido del piso. “¿Qué, qué haces por acá?”. “Buscamos discos de vinilo. Allá están Steve y otros amigos”. Su dedo señalaba hacia la vereda opuesta, pero yo no le quitaba a él los ojos de encima, pensando que tal vez todo esto era tan solo efecto de algún alucinógeno esparcido por error sobre la chispeante merienda que acababa de engullir.

“¿Tú conoces dónde es que venden los discos?”, me pregunta, y vuelvo a la realidad. “Of course!” exclamo. Tras saludar a los otros tres miembros de la comitiva –el baterista Steve Shelley, y un joven estadounidense amigo del grupo y una chica peruana que trabajaba con la productora del concierto, cuyos nombres el aturdimiento del momento me impide recordar– trato de orientarlos y les digo que me sigan, pero es imposible mantener un orden. Moore se muestra entusiasmado en extremo, y con movimientos propios de alguien que corre contra el tiempo y que además ha tomado demasiado café, va de una acera a otra fotografiando fachadas y graffitis (“este es muy punk rock”, dice, cuando ve la palabra ‘kaos’ escrita con tiza). Le digo que mejor fotografíe El Averno, al que se lo describo como el foco de actividad contracultural que en efecto suele ser cuando sus visitantes todavía están sobrios. Me hace caso y apunta la cámara hacia su colorido frontis. Mientras, pienso que mejor sería llevarlos adentro de ese local; pero este está cerrado. Por una parte mejor, porque –¡verdad, ¿no?!– se supone que yo estaba apurado por regresar a trabajar.

“Tenemos que ir por acá”, les digo, tratando subliminalmente de acelerarles el paso; pero es inútil: Thurston sigue con la fotomanía. De pronto, de ese enorme garaje en el que uno encuentra todo tipo de libros y música, una pareja bastante joven, de aspecto emo, se dirige decidida hacia el músico. “¿Nos das un autógrafo?”, le dice la pequeña en castellano, levantando el cuello y alcanzándole un papel y un lapicero. “Claro”, responde él en inglés, y tras firmar, les pide que ambos posen para su cámara. “¡No puedo creerlo!”, dice el chiquillo. “Yo tampoco”, pienso yo. Serán los únicos que reconocerán al célebre neoyorquino hasta que crucemos la avenida Wilson.

“¿Por allí no roban?”, me pregunta la chica que supuestamente oficia de cicerone de los ilustres visitantes. “A esta hora no”, le respondo a su cara de susto. Recién son las tres de la tarde. A las cinco empieza el peligro. “¿Qué fue de los otros?”, le pregunto a Thurston. “Se han ido a la playa”, dice, y se desentiende del asunto, seguro porque ello implicaría hablar de la que ya es su ex esposa. “Kim se fue a comer”, me dice Shelley, mientras sonríe con ese aire bonachón que en nada se condice con la brutal energía que horas después mostraría sobre el escenario del Centro de Convenciones Scencia. “Ella y Lee salieron para allá, pero nosotros quisimos venir a este lugar, porque anoche nos hablaron de él”.

En esos segundos trato de reconstruir los antecedentes. Los Sonic Youth arribaron una noche antes, el miércoles 9 de noviembre, a Lima, y a su llegada al lujoso hotel Westin, de San Isidro –por cierto, uno de los lugares menos indie rock, no solo del Perú sino del planeta entero– fueron recibidos por un contingente de fans que se habían pasado el dato pese al secretismo de los organizadores, que solo querían a la prensa en el lugar. ¿Quién les habrá dicho que fueran a Quilca, un lugar del centro de Lima al que incluso algunos dizque bravos rockeros ven como una sucursal del penal de Lurigancho? ¿Alguno de los músicos (o no-músicos) locales que fueron a esperarlos al hotel para tentar, mismos fans enamorados, foto, charla o autógrafo, o si se podía, todo junto? ¿Algún colega de esa pequeña prensa hiperespecializada en rock de los años 90’s que hoy tanto extrañamos y que también hizo acto de balbuceante presencia? Nunca se sabrá con certeza. No es que importe mucho, en realidad, pienso, mientras retomo la conversación con Steve.

“Si se han ido a la playa han encontrado sol”, le digo, pensando en la oscura sensualidad de Kim Gordon mientras miro el luminoso cielo y agradezco a éste por tan lindo día. “No han ido a nadar”, responde. “Dijeron que iban a comer a la playa. A comer ceviche”. No aguanto la sonrisa por lo gracioso que suena esta última palabra en su boca de gringo y, apelando al reportero de televisión que todos llevamos dentro, le pregunto “¿y tú ya probaste ceviche?”. “No. Me dijeron que era delicioso, pero no puedo comer mucha comida marina por mi estómago”. Miro a Thurston al frente seguir fotografiando entusiasmado las pintas y graffitis. “Hay mucho punk por acá”, dice. “Este es el punto de encuentro de varias tribus urbanas”, le digo, sintiéndome el anfitrión de A la Vuelta de la Esquina. De pronto reparo en un detalle, y le suelto un dato a ver qué pasa. “De acá a unos 200 metros hay un local en el que suelen tocar muchas bandas de hardcore y punk”, le digo, aludiendo al Black Angel Bar, del jirón Camaná. “¿Has ido por allí últimamente?”, me pregunta, sorprendiéndome. “Hace unas cuantas semanas” contesto, sin poder evitar que mi cuerpo se encoja al recordar ese reciente concierto gratuito y vibrante de Kade, Los Mortero y otras joyitas del underground local, en el que cada vez que alguien abría la puerta de la calle, cinco personas teníamos que arrimarnos por la falta de espacio. En ese rato los demás miembros de la comitiva se nos acercan. Parecen impacientes por llegar al destino planeado. “¿No es peligroso ir por allá?”, insiste la chica representante de la productora. “Lo más peligroso es cruzar la pista”, mascullo.

«Son solo dos locales en los que deben estar; procuren no ir más allá», les advierto, un poco contagiado de los temores de la simpática y recelosa fémina (que, por cierto, me confesó no tener idea sobre qué tipo de música hacían sus acompañantes…). Antes, les enseño la puerta del Nuclear Bar. “Este es uno de los pocos locales de Lima dedicados al metal”, les digo. Thurston vuelve a sacar la cámara. Steve pregunta: “¿Acá tocan black metal también?”. “The blackest and sataniest metal in the city”, respondo, improvisando. Les señalo la puerta del costado, una iglesia evangélica, pero parecen no reparar en la ironía, porque ya han visto que están muy cerca de dónde venden sus tan buscados vinilos.

“¿Quiénes son?”, me pregunta uno de los veteranos vendedores del lugar. Las visitas de gringos coleccionistas no son escasas aquí, así que estos resultan ser tan solo unos turistas más, susceptibles a que se les aumente unas cuantas decenas de soles por cada long play comprado “Son Sonic Youth”, respondo. “…Ah, ya… Si puedes mándalos al fondo”, recomienda, sin evidenciar emoción alguna en su rostro, y señalando su puesto de venta. “Pero pregúntales qué están buscando”.

Ya lo había hecho. “Música folk de protesta peruana” fue lo que me dijo Thurston antes de cruzar la avenida Wilson. “Está difícil”, respondí, confundido, mientras en mi mente trataba recordar a algún émulo local de Silvio Rodríguez o de Pete Seeger que haya sacado vinilos, porque –prejuicioso yo– suponía que a ese cliché –el del trovador rebelde y marxista, provisto de una guitarra por toda arma– se estaba refiriendo. “La verdad es que de ese tipo de música no se hicieron muchos discos en esa época”, añadí, con esa certeza atrevida propia de la ignorancia, y con el estereotipo del trovador revolucionario bien enquistado en el cerebro. El desconocimiento de los vendedores al respecto haría que me sintiera menos mal. Así, ni ellos ni yo –ignorantes supinos– atinamos a recomendarle al neoyorkino los discos de gente como Tiempo Nuevo, Kiri Escobar, N.E.P.E.R. o Alturas, sobre cuya existencia reparé recién al día siguiente, gracias a alguien que sí sabe del tema y que no teme compartir sonriente sus luces con neófitos como el autor de estas líneas.

Ya enfrentados a la vasta oferta disquera del local, los músicos se olvidaron de cualquier etiqueta. De pronto Moore ya tenía en sus manos un par de discos de Joao Gilberto por los que el vendedor le estaba pidiendo entre 30 y 40 soles. “¿Está bien ese precio?”, le pregunta a la chica de la productora. “Creo que te los puede dejar a 30 cada uno”, me entrometo. El vendedor no quiere dar su brazo a torcer, pero finalmente acepta. “Si regresamos, vendremos a comprarte más”, dice la chica. El disquero sonríe y comenta, todo galante él, que sería bueno que ella regresara porque a los demás no los conoce. Poco después, seguramente tras ser ilustrado al respecto, el mismo zalamero personaje les pediría a los dos neoyorkinos que le firmaran sendos autógrafos en la funda de un disco de… ¡Joy Division! “Yo no soy de esta banda”, le dirá Shelley. Lo traduzco, y el compadre disquero encuentra la precisa: “Sí, pero tienen su influencia…”

Pero esto ocurriría luego de que me despidiera por primera vez de estos viejos melómanos. “¡Gracias, Thurston; gracias Steve! ¿Podemos tomarnos una foto?”. “Claro”, dicen ambos. Mi trofeo ya estaba ganado y archivado en mi precario celular, y se sumaba al sorpresivo buen rato propiciado por la casualidad. Ahí estaba yo, retratado junto a dos de los tipos que ayudaron a cambiar el sonido del rock. Yo, al lado de dos de los responsables de discos como Evol, Sister o Dirty, que contribuyeron al resquebrajamiento de mi cerebro y a ampliar mis horizontes auditivos. Yo, abrazado a parte viva de la historia. Al salir de la tienda estaba a un paso de dar gracias a quién correspondiera por el solo hecho de estar vivo. Miren lo huachafos que nos pone estar tan cerca de nuestros ídolos.

******

Las dos cuadras que separaban a los vendedores de vinilos del lugar en el que trabajo las habré recorrido en menos de un minuto. Incapaz de dejar de sonreír, agradecía mentalmente a esa chispa de buena suerte que me llevó a pasar por Quilca en el momento preciso. Ya en la redacción en la cual laboro busco a algunos amigos de gustos musicales afines para enseñarles, mismo Quico, el hijo de Doña Florinda, mi foto con Moore y Shelley (¿Cómo les quedó el ojo?, les pregunto mentalmente) Uno me dice que por qué no escribo algo al respecto (¡bah!, mejor me guardo ese momento para mi solito). Otro me dice que le pase la voz a algún fotógrafo para registrar la escena y mostrarla como primicia (puede ser…). Sentado por fin, me dispongo a completar mi trabajo del día, que no es poco, pero al rato el sentido del deber empieza a atormentarme. Caballero, voy a la oficina de los chicos de video de la agencia de noticias y les cuento lo ocurrido. Se alborotan y deciden que uno de ellos vaya. Cámara de video en mano y con su polo con la carátula del álbum Goo bien estampada, Daniel Bracamonte asume el encargo con entusiasmo. Aceleramos el paso lo más posible para justo encontrarnos cara a cara con Steve entrando a la segunda de las tiendas de vinilos. Mientras mi compañero registra al simpático baterista y cabeza del sello Smells Like Records hurgando en los cajones (y de paso se toma una fotografía con él), yo trato de ubicar a Thurston, y lo hallo junto a la chica de la productora en pleno regateo con el señor que vende en el altillo que funge de segundo piso en el primer local.

La puja responde al afán del Sonic Youth de llevarse a buen precio el estupendo primer disco de Telegraph Avenue, ese ‘dream team’ de la segunda generación del rock peruano. El vendedor también le ofrece el segundo álbum, pero a un precio mayor. Además, se niega a bajar el precio del ya elegido. Moore me pregunta si conozco esos discos. “¿Me estás vacilando, gringuito?”, exclama en silencio El Otro Yo del Dr. Gutiérrez. “¡Claro!”, respondo en voz alta. “El primero es más sicodélico que el otro”, le digo. “Llevo este”, le dice el músico al vendedor, acatando mi recomendación. La escena es registrada por el camarógrafo, que ya nos dio alcance. “Si ve la cámara se va a amargar”, advierte la chica. “No le gusta que lo filmen”, añade. Moore voltea la cabeza y sus gestos faciales demuestran que la advertencia no era vana. Murmura algo que no entiendo, y sigue mirando los discos, esta vez centrando su atención en Lo Mejor de Los Belking’s y en el segundo de We All Together. “Ese es muy bueno, mejor que el primero porque tiene solo temas propios”, le digo, tratando de ganar su atención. “Está bien, pero tiene esto”, repara, señalando una horrible etiqueta que afea la bella fotografía del puente Villena que ilustra la portada de ese magnífico long play. Daniel, que ya le puso pausa a su cámara, aprovecha entonces para pedirle una fotografía. Sin detenerse siquiera, Moore le dice que después; actitud que mantendrá hasta irse, sin que ello impida que se haga retratos con todo el mundo. Parece que en efecto no le gustó que lo grabaran en video, así lo haya hecho un evidente fan suyo.

En la otra tienda, el músico encontrará una copia mejor conservada del referido álbum de la banda de los hermanos Cornejo. También comprobará, tras conversar un momento con Steve, que varios de los discos que ambos y su joven amigo han comprado en la primera tienda –Vinicius, Ray Barreto, compilados de la nueva ola y la famosa edición peruana del A Hard Day’s Night de The Beatles, titulada Yeah, Yeah, Yeah!– cuestan en esta tienda la mitad de lo que les cobraron o les pretendían cobrar en el anterior lugar. Tras renegar un poco, pero con buen ánimo, Thurston se lanza a seguir buscando, mientras, ciertamente cansados, sus compañeros se sientan en las gradas, mientras me enseñan sus discos. Es entonces cuando el primero de los vendedores que los asal… perdón, que los atendió en la primera tienda, se acerca con el Closer de Joy Division en la mano para pedirle a Steve un autógrafo…

Dentro, Thurston sigue indagando sobre el rock peruano en uno de los puestos que más portadas de este rubro exhibe en su pared. Ya ha comprado el Virgin de Traffic Sound, así que, oliendo su gusto por lo sicodélico, le recomiendo hacerse del segundo de Los Belking’s; aquel en el que aparece la alucinadísima ‘Phi Fenómeno’. “¿Qué hacen?”, pregunta. “Son instrumentales”, resumo. “Hacen surf, pop, psicodelia, garage… Son los mismos del disco que acabas de comprar; el de la carátula con la piscina”. “Oh, ese lo llevé por la portada”, responde, y sigue chequeando. Rato después, me enseña los discos de 45 que le están ofreciendo. “¿Conoces estos?”, consulta. La mayoría sí. Pax, Los York’s, Los Fanning’s… Me pregunta por lo que hace cada uno. Se lo digo (¡carajo! –pienso un par de horas después– ¡qué tal honor servir de “consultor” a un tipo que ha influido en buena parte de la música que más me ha gustado durante los últimos 20 años!). Escoge varios, pero deja algunos, entre ellos el que trae «Tesis Psicodélica» de Los Belking’s. Le insisto que se lleve este, por tratarse de un single no incluido en ninguno de sus álbumes, por ser una edición poco ubicable y porque soy amigo del grupo. Me hace caso. Envalentonado por la acogida, le pido lo que debí pedirle hace rato. “Necesito hacerte unas preguntas con la cámara, Thurston, quizás hablando algo sobre los discos peruanos que acabas de comprar”. Su rostro cambia. “No. Prefiero no hacerlo”, me dice, y se va hacia la puerta. Y como no es un político cualquiera, no lo sigo ni le insisto.

Por allí aparece mi amigo Jaime Romero, empedernido coleccionista de discos. Se acerca a Moore, lo hace autografiar el DVD Corporate Ghost y se toma fotos con él, para desconcierto de mi camarógrafo, que no puede dejar su condición de choteado. De pronto escucho a la chica de la productora hablar en voz alta, preguntándose en dónde se han metido Steve y su joven amigo. ¿Tal vez el baterista se deprimió porque lo hicieron autografiar un disco de Joy Division y se fue a comer un anticucho en la esquina de Quilca con Alfonso Ugarte para suicidarse? ¿Lo secuestraron al paso?… El hecho es que no se le ve por ningún sitio. “Se fueron para allá”, dice uno de los vendedores, señalando las cuadras de Quilca opuestas a Wilson. Veo la cara de terror de la chica de la productora y decido avanzar hacia la esquina para ubicarlos, pero nada… “No deben estar lejos, quizás fueron a alguna bodega”, trato de tranquilizarla a ella y a Thurston, pero sus expresiones demuestran que el intento es vano. Voy de nuevo hasta la esquina y Shelley y el flaquito aparecen sonrientes. “¿Qué es eso?”, me pregunta a boca de jarro el baterista, señalando hacia atrás, mientras yo vanamente intentaba explicarle cuánto se habían preocupado sus amigos por su ausencia. “Es el cine Tauro”, respondo sorprendido por el hecho de que, sin que nadie se lo haya dicho, reparase en esa longeva sala / teatro tan vinculada al rock local vía las ‘matinales’ sesenteras. Mientras avanzamos hacia las tiendas de discos le hablo de la importancia histórica del otrora elegante cinema. “¡Pero ahora pasan películas porno!”, me dice el amigo de Shelley cuando termino de enlistarles las bandas locales que se que pasaron por allí. “Yo la verdad no se mucho de rock peruano; solo conozco algunos nombres no más”, me dice Steve, como disculpándose. “¿Y al grupo que los va a telonear hoy, lo conoces?”, inquiero, temeroso porque estoy seguro cuál va a ser su respuesta. “¿The Satellite? No se qué harán. No los he escuchado”, contesta. Un rato antes –exactamente luego de que fotografiara a la pareja emo frente a los stands de libros– le había hecho la misma pregunta a Thurston, con similar respuesta. Como que no fueron ellos quienes calificaron a los finalistas del concurso en el que se eligió a su telonero. A lo mejor fueron Kim y Ranaldo…

De pronto más gente reconoce en la tienda a Thurston y le pide fotos. Lo noto algo más incómodo mientras hace sus últimas compras. Parece que el dinero le quedó corto y finalmente se dedica tan solo a mirar, mientras sus compañeros de travesía lucen sumamente cansados. Su salvación llega bajo la forma de una camioneta van de color oscuro, manejada por un fornido personaje que, metiendo el cuerpo, pretende hacer las veces de guardaespaldas patán cuando uno de los vendedores pide ser retratado junto a Moore. Este ya no quiere saber nada de ese tipo de asuntos y se dedica a guardar bien los discos adquiridos. Los otros se suben a la van como quien aborda el último bus que saldrá de la ciudad antes del paro armado, pero tienen que esperar a que el líder de la banda baje de nuevo a comprar una gaseosa. Con esta en la mano, Thurston musita un tenue “goodbye” supuestamente dirigido a nosotros, se sube al coche y se va. Parados en la puerta, solo atinamos a mirarnos y a reírnos sin motivo, seguro todos pensando en lo mismo: que hemos tenido demasiada suerte; que nos hemos comportado como fans enamorados.

****

Durante el concierto en Scencia, esa misma noche, Thurston agradecería el cariño recibido en Lima y referiría haber encontrado en Quilca discos de Traffic Sound, él, y, Steve, el de “Los Beatles, Yeah, Yeah, Yeah!”. Pocos entenderían esto último hasta mucho después. Yo sí lo capté al toque y lo celebre con saltos y aplausos jubilosos. Sentirme una especie de cómplice de esa jornada fue una forma de compensar la oportunidad perdida de insistir en hacerles una entrevista, algo que quizás nunca termine de perdonarme; algo que evitó que indagara más sobre ellos respecto a tantos temas: la escena neoyorkina de la no wave, sus lazos con gente del calibre de Burroughs, Cobain o Lydia Lunch, su fijación con monstruos de la cultura popular como Madonna, Yoko Ono, Charles Manson y Karen Carpenter, la continuidad de SY Records, los planes tras el divorcio de Moore y Kim Gordon, el inminente fin de la banda… En fin, tantas preguntas que se perdieron entre el balbuceo, los nervios y la alegría de encontrarlos. Tantas interrogantes que –finalmente– creo que habrían terminado asustándolos más e impidiéndoles estar tranquilos. De habérselas hecho, además, tal vez no habría escrito esta crónica.

12 opiniones en “Sonic Youth es calle”

  1. Has tenido mucha suerte. Yo tuve la oportunidad de verlos en el Hotel y precisamente Thurston me preguntó dónde podía conseguir Vinilos. Mi respuesta fue una sola palabra: QUILCA.
    T: Y cómo es Quilca?
    L: Bueno, son varios stands en un mismo local.
    T: Oh!
    L: Te recomiendo que vayas en la mañana.
    T: Ok! Thanks! y siguió fumando un puchito.

    Fui en la mañana a esperarlo, pero fueron luego de hacer prueba de sonido.

  2. Vale la pena sufrir esta conexión tropical si vuelvo a leer algo de Fidel en 69. Gracias por ayudarnos a que este espacio no muera. Afortunadamente, tus gustos culinarios ayudaron a que te encontraras con Thurston y Steve. Y la crónica se hizo esperar, pero al fin está en linea. A ver si a mi regreso me acompañas a comprar algunos disquillos a Quilca. ¿No has pensado en ofrecerte como guía turístico de esas llecas?

  3. la suerte te sonrio brother y kine mejor ke conocia muy de cerca todo eso sonido desenfrenado , que buen anfitrion gracias por narrarnos esta cronika excelente sonic youth nunca envejeceran !

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